Al Cierre

¿Los fundadores?

Luis Beltrán Guerra.– A los Estados Unidos se le miró, se le mira y se le seguirá mirando con admiración y respeto. Hasta la fecha, se sigue justificando la revolución llevada a cabo en el siglo XVIII para poner fin al dominio del “vasto Imperio Británico” sobre sus “colonias”, un imperio que controlaba un cuarto del territorio mundial y un porcentaje similar de la población planetaria. Se escribe, con razón, que ha sido “el imperio de mayor duración hasta nuestros días”.

Se elogia esta gesta por haber logrado el cometido de “The Founders” y porque fue una sola “revolución”, no una cada mes, como ocurre, por ejemplo, en América Latina, donde la gente anhela que estas no prosigan, sino que terminen de una vez. El venezolano Ángel Bernardo Viso lo plantea con seriedad en su libro Las revoluciones terribles. Y no solo este destacado profesor de leyes lo afirma; otros analistas también lo corroboran.

Los Padres Fundadores —Abigail Adams, John Adams, Samuel Adams, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, Thomas Jefferson, James Madison, George Washington— han de haber muerto orgullosos de la significativa tarea que cumplieron. Desde la lejanía, contemplan su obra y, alegres, manifiestan: “Lo logramos”. Por supuesto, allá, en la incertidumbre a la que la muerte nos conduce, no se cansan de rezar para que los Estados Unidos no se descompongan. Lo vienen haciendo desde hace un poco menos de 249 años.

El pueblo americano, que a la fecha cuenta con 346.814.368 habitantes —sumando a quienes se rigen por el ius sanguinis y el ius soli—, sigue siendo admirado por el mundo. Ante la hazaña de “los fundadores” y su “heroica faena”, no se ha dejado de indagar sobre las razones de su éxito. Para la mayoría, como se escribe, estas pasarían por “las insalvables diferencias entre Gran Bretaña y las trece colonias”: Virginia, Massachusetts, New Hampshire, Maryland, Connecticut, Rhode Island, Delaware, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Nueva Jersey, Nueva York, Pensilvania y Georgia, identificadas entonces como “asentamientos” ingleses.

Es importante considerar que, aunque no de manera simultánea, sino en un contexto histórico cercano, los franceses también se entusiasmaron con una revolución, considerada “el acontecimiento sociopolítico que marcó el inicio de la época contemporánea en Europa”. Cabe preguntarse si las causas fueron similares a las de “la americana”. La francesa surge como consecuencia de la falta de libertades individuales, la pobreza extrema y la desigualdad durante el reinado de Luis XVI y María Antonieta. Pero también porque el clero y la aristocracia gobernaban de manera despótica y sin límites: el rey tomaba decisiones arbitrarias, creaba nuevos impuestos, disponía de los bienes de sus súbditos y tenía la potestad de declarar la guerra o firmar la paz. Fue un hecho que conmocionó al mundo entero y cuyos postulados se extendieron por todos los rincones del planeta, despertando posibles imitaciones. Recordemos que el monarca fue guillotinado el 21 de enero de 1793 y la reina, nueve meses después, ambos en la Plaza de la Revolución, un lugar emblemático para una “decapitación eficiente” al estilo de la época. Sin embargo, esta práctica se suavizó algo al sustituir el “hacha tradicional” por una “lámina”: el corte en el cuello era más rápido y generaba menos alboroto sanguinolento. Por cierto, la muerte con hacha llevó al diputado Joseph Guillotin, miembro de la propia Asamblea Constituyente Revolucionaria, a proponer “el método guillotino” (cortar, seccionar, descabezar). ¿La justificación? “Evitar sufrimientos innecesarios al condenado”. De su apellido derivó la palabra “guillotina”. El diputado, pues, recurriendo a la ironía, resultó galardonado.

A la luz de estas consideraciones, este ensayo no puede pasar por alto el contraste entre las revoluciones determinantes para Estados Unidos y Francia y aquellas que ocurrieron en otras partes del mundo, como América Latina. Las experiencias de Brasil, Argentina, Chile, Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia, Uruguay y Paraguay muestran resultados no del todo satisfactorios; por el contrario, son problemáticos y reveladores de caos, a pesar de haber transitado por metodologías formalmente similares a las de aquellos países. La historia reciente de la región está impregnada de “movimientos de protesta”, un desafío a lo que la gente considera que merece. Algunos análisis, como el de “Gobernanza democrática, gobernanza efectiva y desigualdad en América Latina”, señalan que, tras más de dos décadas de gobiernos democráticos en la región, las desigualdades persisten en la mayoría de los países. La urgencia por políticas públicas que generen cambios positivos ha llevado a una creciente pérdida de confianza en la democracia, sumada a una progresiva polarización. Esto impulsa una tendencia favorable a gobiernos autoritarios: el 54 % de los ciudadanos toleraría un régimen autoritario si este resolviera sus problemas más apremiantes. Este contexto invita a plantearse dos preguntas:

  1. ¿Cuánta desigualdad puede tolerar una democracia?
  2. ¿Estará la democracia en su fase final, a punto de quedar proscrita?

Ambas interrogantes son, sin duda, lógicas.

Las lecturas ofrecen alternativas y nos llevan a preguntarnos por qué vivimos en esta incertidumbre. Se lee que en la esencia misma de “la política” está la lucha por dominar la fuerza, controlarla, trazar límites, moderar los enfrentamientos y reducir la violencia a su mínima expresión, pues esta pertenece a la esencia de la guerra (Aníbal Romero, Simón Bolívar, Caracas, 1999). Parece legítimo preguntarse, entonces, si en Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador y Bolivia, el “docto” venezolano dejó sembrada en nuestras mentes “la guerra” como la opción determinante para la paz y el progreso. El citado académico ofrece una respuesta:

  1. El Libertador diferenció explícitamente la naturaleza de la guerra de la política
  2. Analizó las peculiaridades de la guerra como fenómeno político, sin descartar su potencial instrumental
  3. Percibió las circunstancias especiales de la emancipación, así como las tendencias destructivas en lo material y político, esforzándose por controlarlas y regularlas.

Bolívar mantuvo una coherencia adecuada en su propósito de canalizar la inevitable violencia guerrera en el contexto de un proyecto político, acorde con su visión de la misión de un estadista. ¿Nos habrá dejado el Libertador la anarquía que nos caracteriza? Es una pregunta pertinente. Para el profesor, “la guerra de emancipación no debía resultar en un preludio a la anarquía, sino transformarse en el vehículo de expresión de las aspiraciones nacionalistas de los diversos sectores que componían la sociedad, de su voluntad de convivir unidos dentro de una nación libre”. Estimamos loable que la guerra liderada por Bolívar para liberarnos de una monarquía tuviera plena justificación, pero no así la guerra intestina, que calificamos como determinante en nuestras desgracias. En principio, creemos que el profesor, al referirse a “la política” en la estrategia de Bolívar, considera el “arte y ciencia de gobernar” que este adelantaría en la posguerra, en la cual, lamentablemente, hemos sido víctimas de nuestras propias falencias. Preguntarse por qué ha ocurrido sigue siendo objeto de análisis y perturbación en lo que respecta al establecimiento de regímenes democráticos eficientes.

Un análisis serio sobre esta problemática y sus incógnitas lo ofrece Manuel Caballero, Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia: “Sobre la base del combate por la historia y contra el intento de abolirla por un ‘catecismo patriotero’, el autor ha reunido algunas de sus reflexiones más significativas sobre el tema, casi todas inéditas o dispersas” (Contra la abolición de la historia, Editorial Alfa, Caracas, 2008). La ansiedad por entender el “por qué” ha llevado a buscar presuntas causas, desde apreciaciones sobre “la conformación genética” (Bolívar de carne y hueso, análisis psiquiátrico del Libertador, de Francisco Herrera Luque) hasta la “España conquistadora” (Viajeros de Indias, del mismo autor), pasando por los indígenas de la época colonial. Para más de uno, esto es consecuencia del “estado de ánimo en que se ha desvanecido la esperanza” de edificar países prósperos, lo que alimenta la amenaza de que, agotados por la espera, a muchos no les importe que la democracia sucumba. Somos un continente de “proliferación de textos constitucionales” que no se cumplen, pero que siguen vendiéndose como panaceas, por lo que su número y páginas suenan como plegarias imaginarias. Todo se ha propuesto, incluido el denominado “estado mínimo”, un título que no deja de ser presuntuoso. Daniel Innerarity, profesor en La Sorbona, expresa su queja: “El actual paisaje político se ha llenado de una decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto, sino a una situación en general. Y ya sabemos que cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Nos irrita un estado de cosas que no puede contar con nuestra aprobación, pero nos irrita aún más no saber cómo identificar ese malestar, a quién culpar por ello ni en quién confiar para cambiar dicha situación” (Política para perplejos, 2018). Si así está la humanidad, da la impresión de que las expectativas de “los continentes en desarrollo” quedan a merced de “la divinidad”.

Este aprendiz de ensayista, quien no escapa al desencanto, se encontró en esta tarea con el ya viejo libro The Seven Spiritual Laws of Success de Deepak Chopra. Ante tanta especulación, estimó que no sería mala idea repasar las siete leyes que propone: 1) La de la potencialidad pura, 2) La de la generosidad, 3) La del karma, 4) La del esfuerzo mínimo, 5) La de la intención y el deseo, 6) La del desapego y 7) La del “Dharma” o propósito en la vida. Cabe destacar que el autor ayuda bastante, pues explica la metodología para aplicar estos siete preceptos (por ejemplo, “Aplicando la ley del karma o causa y efecto”). Esta actitud es mucho más favorable que la de Juan Rivas, personaje principal de nuestro libro El Repitiente (Cyngular, Caracas, 2015), quien, ante el agudo pesimismo que experimenta por “el desastre”, opta por no cumplir más años y permanecer estático en 1992, convencido de que los siguientes serán iguales o peores. Rivas decidió, además, no perder el tiempo buscando “Founders” en los territorios señalados, pues está convencido de que “no los hay”.
El lector tiene la palabra.

Comentarios bienvenidos.

Ideas al final

Hasta personajes protagonistas de textos escritos terminan frustrados, lo cual los induce a buscar un mejor destino en su desarrollo. Migrantes en EE.UU. y en Europa… Juan Rivas, El Repitiente, también Política para perplejos, Deepak Chopra, The Seven Spiritual Laws of Success, La tragedia del generalismo, Bolívar de carne y hueso.

Con información de Panampost

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